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Columna de Mauricio Morales: Única, grande y nuestra

Por Mauricio Morales, doctor en Ciencia Política, profesor titular, Universidad de Talca-Campus Santiago.

No hay caso. La actual Constitución es dura de matar. Ha resistido todo tipo de embates, incluyendo un plebiscito que la dio por muerta en 2020. La élite, acorralada por el estallido social, decretó su fallecimiento político, dando por hecho que sería prontamente sustituida. Con una actitud un tanto extrema, interpretó el 80% del “Apruebo” como la estocada final, sin reparar que en ese plebiscito votó solo la mitad del padrón. Inclinarse por el Rechazo, en ese contexto, era casi una herejía, y no apoyar una Asamblea Constituyente o cualquier órgano redactor, era leído como una pulsión pinochetista.

Un grupo de autodenominados “intelectuales” afirmaba, casi como mantra, que Chile tenía un problema constitucional, y que el estallido social era solo una prueba de aquello. Ignorando el éxito de nuestro país durante 30 años, ese grupo -seguido sin contrapeso por los dirigentes políticos de centro e izquierda- decretaba el fin de la Constitución y la apertura de un promisorio proceso constituyente.

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Rápidamente, se olvidaron de las reformas que se le hicieron al texto y que fueron plebiscitadas en 1989, y los importantes cambios que hizo el Presidente Lagos en 2005, colocando fin a algunos enclaves autoritarios. Pero todo esto no fue suficiente para que ese grupo de intelectuales insistiera en señalar a la Constitución como el origen de todos los males. Los dirigentes políticos creyeron en ese argumento y avanzaron hacia este verdadero túnel constitucional. Nunca repararon en algo clave: Chile nunca tuvo un problema constitucional, sino que un problema de representación. La responsabilidad no recaía en un texto, sino que en el desempeño de la clase política.

Y es así como estamos hoy. Sin salida. Sin un norte claro. Sin plan B. Sin nada. Este segundo proceso constitucional está al borde del abismo. La última encuesta Cadem es muy clara: el 53% votaría “en contra” y el 28% “a favor”. Llevadas estas cifras a base 100, el resultado sería 65%/35%.

La propuesta constitucional, que aún está en construcción, divide a los votantes de derecha casi en partes iguales por el “a favor” y el “en contra”, mientras que en la izquierda la decisión ya está prácticamente tomada, con un 77% que está por rechazar el nuevo texto.

Cuando a la gente se le pregunta si la propuesta constitucional sintoniza con sus principios y valores, solo el 33% responde afirmativamente. Por otro lado, el 59% ve el proceso constitucional con lejanía y desinterés, y el 63% sostiene que votar “en contra” es votar “contra todos los políticos”. Finalmente, los niveles de confianza en los expertos y en el Consejo Constitucional cayeron a niveles históricos, marcando 31% y 32%, respectivamente.

En este contexto, el cambio constitucional se ve extremadamente difícil. En el plebiscito de salida de 2022, la actual Constitución derrotó a la “Nueva Constitución” por un 62%. Y ahora, según las cifras de Cadem, un 48% prefiere seguir con la actual Constitución, y solo el 35% está por apoyar el nuevo texto.

Esto viene a confirmar la mala decisión de haber avanzado en un proceso constitucional de estas características. Una de las claves del éxito de Chile ha estado en la gradualidad y en la moderación frente a los cambios. Si las cifras de intención de voto se confirman en el plebiscito del 17 de diciembre de este año, entonces deberemos aceptar un consenso clave. La actual Constitución ya no será la de Pinochet, sino que algo así como la Constitución perpetua que los propios chilenos han validado en dos plebiscitos consecutivos.

Es cierto que de ganar el “en contra” persistirán los ánimos de cambio constitucional desde la izquierda, pero con dos derrotas al hombro, evidentemente que les será mucho más difícil volver a convencer a los chilenos de ir por un tercer proceso. Esto no impide, por cierto, perfeccionar el texto en el Congreso y retomar el ritmo luego de esta enorme pesadilla.

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