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Un ruido del Manifiesto del Desorden

  • Por Matías Andújar

Hagamos un juego.

Vamos contra la lógica de los ordenadores de las cosas.

Apilemos objetos de superficie plana unos sobre otros, formando gigantescas pilas de superficies indeterminadas.

Ahora, dispongamos estas pilas, unas al lado de las otras, y que parezca que a pesar de su evidente diferencia, son una homogeneidad inalterable.

Enredemos hasta el infinito todo lo que tenga forma de cuerda o cable, entre sí mismos, formando enormes, enormes ovillos. Casi viscosos. Y siempre sobre superficies planas y limpias. Y si no las hubiese, escondamos los ovillos en lugares inalcanzables, pero siempre visibles.

Qué les tirite el párpado a los ordenadores.

Clasifiquemos objetos de forma vagamente definida. Pueden ser papeles sueltos, estampillas, fotocopias, hojas de libros, hojas de parra, naipes, encendedores, lápices, tazas, velas, lo que encontremos.

Luego deben ser almacenados en dispositivos destinados al reposo y atesoramiento.

Por ningún motivo estas entidades deben poder cerrarse. Siempre abiertas, de lo contrario, el desorden se rompe.

Por supuesto, en el paso anteriormente descrito, lo que más satisfacción produce es que las cosas pierdan su identidad en función del orden.

Los naipes españoles que están perfectamente separados de los naipes ingleses, son brutalmente reunidos en una misma o más pilas. Los lápices que estaban en la mesa y que habían contribuido a las palabras y detallados dibujos, al trabajo de días y semanas, ahora se pierden en un abismo donde conviven con pilas usadas de las cuales no se sabe su estado, antiguos flyers nunca antes leídos, tiras de aspirinas a medio usar.

Muy rara vez se logra encontrar lo que se busca. Y si se logra, ya no es lo que antes era.

Y la chaqueta que estaba siempre lista, accesible antes de salir, ahora no está. Se encuentra sofocada dentro del closet, entre una basta vegetación de abrigos, gamulanes, zapatillas y distintas ropas que han caído y dejado colgadores sueltos.
Para sacar la chaqueta hay que internarse en la vegetación, luchar con el roce de todas esas texturas, tirando, descartando, hacia atrás, sobre el hombro, con fuerza y desdén todas las demás especies que han caído al suelo y forman esa pirámide de retazos. Como un enorme guaipe.

Sin embargo todos estos sacrificios valen la pena en nombre del desorden.

Bendito sea el desorden.